Asladain, 19 años, de Etiopía, entrevistado en agosto de 2016
Me fui de Etiopía por la situación política. Soy de la etnia oromo y en 1991 hubo un conflicto entre los tigré y los oromo. Mi abuelo y mi padre lucharon por los oromo. Después, el gobierno detuvo a mi padre y mató a mi hermano en la universidad. En Etiopía, si eres oromo no puedes hacer nada. Te detienen y pueden matarte.
En esa época yo no estaba metido en política. Mi padre y mi abuelo formaban parte del Frente de Liberación Oromo (OLF) La policía etíope vino a interrogarme, preguntaron quién apoyaba al partido. En 2013-2014 me detuvieron y me encarcelaron dos meses en la prisión de Diradawa. Querían saber dónde estaba mi tío. No me daban comida, solo pan y agua cada tres días, y teníamos que trabajar mucho en la prisión.
También me castigaban; me pedían que sostuviera una piedra durante mucho tiempo con mis manos cruzadas. Después, detuvieron a mi padre y no sé dónde está ni lo que le ha ocurrido. Mi madre huyó a Sudán, pero no he tenido contacto con ella en cinco meses.
Así que en 2014 me fui y permanecí en Sudán nueve meses. Pero el gobierno etíope también podía encontrarte allí con la ayuda del gobierno sudanés. Me fui de nuevo y llegué a Bengasi, en Libia, en 2015. El viaje por el desierto sin agua fue muy difícil. Nos golpeaban y nos llevó meses llegar allí, una parte del viaje en auto y otra a pié.
Nos llevaron a la costa, donde permanecimos aproximadamente una semana. Tomé un bote hinchable muy pequeño con muchas personas. No teníamos agua ni comida y la travesía nos llevó un día. Unas 10 personas cayeron al mar y murieron, la mayor parte eran mujeres. Después, alguien llamó para pedir ayuda y los italianos vinieron a rescatarnos.
Llegamos a Italia el 27 de julio, no sé adonde. Muchas personas se sentían enfermas. Cuando salimos del bote nos llevaron en autobús a un centro cerca del mar. Me preguntaron mi nombre, nacionalidad, estado civil y edad, nada más. Me hicieron una foto y me dieron un número.
Después nos trasladaron a un campamento. Al día siguiente nos llamaron por nuestro nombre y la policía nos llevó a una oficina en grupos pequeños. Nos pidieron tomar nuestras huellas dactilares. Pregunté: “¿Para qué?”. Nos dijeron que no era para registrarnos, que era únicamente para uso policial. Pero nos pidieron los 10 dedos y yo había oído que la policía solo pedía 2 dedos. Les dije que no quería [que tomaran mis huellas dactilares], pero me obligaron.
En el campamento hay un lugar en el que encarcelan a las personas que no quieren que tomen sus huellas dactilares. Me golpearon, me abofetearon, no sé cuántas veces. Me negué de nuevo, así que sacaron las esposas, me las pusieron en las muñecas y me llevaron —un policía de cada brazo, acompañados de perros— a la prisión del campamento. Allí vi a otros muchos etíopes. Me dijeron que lo mejor era que accediera a que me tomasen las huellas y que una persona había estado [en prisión] un mes. Estaba muy estresado, mi ritmo cardíaco se aceleró […], le dije a la policía: “De acuerdo, les dejaré que tomen mis huellas dactilares”.
Nota: Amnistía Internacional ha transcrito estos testimonios orales recogidos en Italia.