El 1 de diciembre marcó la mitad de los cinco años de gestión de Nayib Bukele como presidente de El Salvador. El camino no ha sido fácil. Cuando el joven líder tomo posesión, la tasa de homicidios del país estaba entre las más altas de América Latina, los derechos de las mujeres estaban en riesgo gracias a una de las leyes anti-aborto más duras del mundo, y las victimas del sangriento conflicto armado continuaban esperando, tras décadas, justicia, verdad y reparaciones casi 30 años después de la firma de los acuerdos de paz.
Cuando Amnistía Internacional se reunió con él en junio de 2019, 24 días después que tomara posesión, para compartir nuestras preocupaciones sobre la grave situación de derechos humanos en El Salvador, Bukele se comprometió a abordar algunos de los desafíos históricos que enfrentaba el país, convertirse en una voz diferente en Centroamérica y a mantenerse abierto al escrutinio internacional.
Pero cuando movemos las agujas del reloj dos años y medio, en vez de progreso, lo que vemos es un retroceso astronómico de los derechos humanos al ritmo que Bukele pasó de ser una promesa brillante a convertirse en un líder cuya filosofía de “conmigo o en mi contra” está destruyendo lo que muchas generaciones han intentado construir durante décadas.
Desde que tomó posesión, el derecho a expresar una opinión, el derecho a la libertad de asociación o el de las mujeres a tomar decisiones sobre sus propios cuerpos, han sido, en el mejor de los casos, ignorados, y en el peor, hechos a un lado a propósito.
Hoy en El Salvador, hay muy poco espacio para cualquier cosa que no sea apoyar al presidente. Como salvadoreña que ha vivido su infancia durante el conflicto armado, he visto con desesperanza cómo la actual gestión ha desmantelado, una por una, todas las instituciones que debería trabajar para garantizar los derechos humanos, y retroceder en el camino iniciado con los Acuerdos de Paz en 1992. La posibilidad de tener el país que mi familia quería que mi generación heredara se está desvaneciendo rápidamente.
La estrategia de Bukele no es nueva. Cuando llegó al poder, traía consigo un mapa de ruta que pidió prestado de su vecino: Daniel Ortega, el hombre que encogió el espacio cívico en Nicaragua a tal grado que hoy es casi invisible.
Primero, Bukele declaró lo que pareció “temporada de caza” contra periodistas independientes, abogados, abogadas, activistas de derechos humanos y cualquiera que se atreviera a criticarlo. La campaña comenzó en línea donde los criticó y minimizó su trabajo. Catalogó a activistas como “criminales”, de trabajar “para lograr la muerte de más humanos” durante los meses más duros de la pandemia de Covid-19, de ser “organizaciones de fachada” parte de la oposición política.
Cuando el líder de un país con una población relativamente pequeña comienza a apuntar a personas por sus nombres, le da luz verde a algo mucho más peligroso. Lo que siguió fue el advenimiento de un ambiente hostil en el que muchas personas comenzaron a sentir que ya no podían expresas sus opiniones sin una posible represalia o sin ser desacreditadas públicamente por las autoridades.
Los periodistas también trabajan en un ambiente cada vez más hostil. – tanto que El Salvador cayó ocho lugares en el ranking de libertad de prensa de 2021 publicado por Reporteros sin Fronteras y al menos 23 periodistas denunciaron que tenían razones para creer que estaban siendo vigilados. A pesar de los crecientes riesgos, muchas personas que trabajan en la comunicación y el periodismo continúan haciendo su labor para revelar las irregularidades.
Hay más.
En el último año, el partido de Bukele, Nuevas Ideas, ganó la mayoría de la Asamblea Legislativa, lo que abrió la puerta a más cambios.
Desde mayo, legisladores en El Salvador han estado ocupados “poniéndole el sello” a los planes de su líder. Primero, removieron a los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general de la República. Esto fue considerado por muchos como un ataque al acceso al a justicia y a la independencia judicial.
Luego establecieron una serie de prioridades para las leyes que habían decidido apoyar o considerar, incluyendo algunas para remover jueces y fiscales y una propuesta para limitar los fondos que las organizaciones de derechos humanos pueden recibir, mientras que al mismo tiempo descartan proyectos de ley para proteger a defensores y defensoras de derechos humanos, y periodistas, crear un sistema para ayudar en la búsqueda de personas desaparecidas y hacer que el aborto sea accesible.
En septiembre, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de El Salvador, publicó una decisión que permitía la reelección presidencial consecutiva, lo que contradice la constitución del país.
La batalla del presidente contra cualquiera que ve como oposición no está ayudando a nadie. En la superficie, los altos niveles de apoyo, y el aparente apoyo virtual que tiene pueden pintar a El Salvador como un país donde las cosas funcionan, la realidad, cuenta una historia diferente.
Acallar las críticas no las hace menos válidas. En cambio, involucrarse en debates de fondo con esas personas podría ayudar a Bukele a construir el país que prometió. No es tarde, al menos no todavía.